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Date Posted: 05:01:43 06/12/07 Tue
Author: Disidente
Subject: Homil�a del Cardenal Rouco Varela
In reply to: �? 's message, "La parroquia "roja"" on 09:31:19 06/04/07 Mon

Homil�a del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Madrid del en la Solemnidad del Sant�simo Cuerpo y Sangre de Cristo

Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Madrid - 11/06/2007
�LA TRADICI�N QUE PROCEDE DEL SE�OR�
(1Cor 11,23)
Pza. de Oriente, 10.VI.2007; 19�00 horas
(Gen 14,18-20; Sal 109,1.2.3.4; 1Cor 11,23-30a; Lc 9,11b-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Se�or:

Un a�o m�s nos reunimos como Iglesia de Cristo para celebrar el gran misterio que san Pablo llama �cena del Se�or� (1Cor 11,20), es decir, la Eucarist�a, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre que la Iglesia posee como su m�s sagrado y venerable tesoro. Se trata del mismo Cristo que, mediante la acci�n del Esp�ritu Santo en la consagraci�n, el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y en su Sangre, alimentos de vida eterna. El d�a de Jueves Santo la Iglesia celebra este misterio recogida en el silencio de aquella hora inefable en la que el Hijo de Dios anticip� su muerte redentora. Hoy, solemnidad del Corpus Christi, la Iglesia presenta este misterio al mundo entero para que entienda hasta qu� punto es verdad que Dios quiere saciar a la humanidad con un banquete de vida eterna. La procesi�n del Corpus, que tradicionalmente sigue a la celebraci�n de la Eucarist�a, pretende mostrar a los hombre el Pan vivo bajado del cielo, el nuevo Man� con el que Dios alimenta a su Iglesia, la Carne de Cristo que se inmola en la cruz para la vida del mundo. Si el Jueves Santo, v�spera de la Pasi�n, se vive la Eucarist�a en la intimidad del Cen�culo, hoy, la Iglesia la saca por las calles de nuestras ciudades para que sea reconocida como el banquete definitivo que Dios prepara a los hombres hambrientos de vida eterna. Al leer el evangelio de la multiplicaci�n de los panes y de los peces que termina con la f�rmula �comieron todos y se saciaron�, la Iglesia propone la Eucarist�a como el lugar donde Cristo cumple lo que hab�a prometido en Cafarna�n: �Yo soy el pan de vida; el que viene a m� ya no tendr� m�s hambre, y el que cree en m� jam�s tendr� sed� (Jn 6,35). Vengamos, pues, a esa mesa y saciemos nuestra hambre y nuestra sed. Adoremos a Cristo aqu� presente y gocemos con la prenda de la inmortalidad y de la vida eterna.

1. La tradici�n que procede del Se�or

La ense�anza de la Iglesia sobre este sacramento admirable est� magistralmente recogida por el ap�stol san Pablo en su relato de la Instituci�n de la Eucarist�a, que, como �l mismo afirma, procede del Se�or. Al criticar los des�rdenes que ten�an lugar en la Iglesia de Corinto, san Pablo recuerda a los cristianos la tradici�n que procede de Cristo, el cual, con sus gestos y palabras unidos indisolublemente, instituye el sacrificio de la Nueva Alianza. No hay duda en las palabras del ap�stol de que el rito que describe se remonta al Se�or que lo instituye como memorial de su muerte: �Cuantas veces com�is este pan y beb�is de esta copa, anunci�is la muerte del Se�or hasta que vuelva� (1Cor 1,26). Se trata de la an�mnesis, es decir, la memoria viva de Cristo que se hace presente en su cena, actualizada sacramentalmente por la Iglesia. Cada vez que la Iglesia celebra esta liturgia, el Se�or resucitado transforma el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre y se hace presente en la Iglesia vivific�ndola con el don de su amor. La Iglesia vive de esta celebraci�n; m�s a�n, nace de ella, pues es el Se�or resucitado quien congrega en torno a su mesa a quienes, por participar de su Cuerpo y de su Sangre, forman el Cuerpo de Cristo, la Iglesia del Se�or. Como dec�a san Agust�n, comiendo el Cuerpo de Cristo nos convertimos en aquello que comemos: La Iglesia, Cuerpo del Se�or.

2. La presencia real de Cristo en la Eucarist�a

El paralelismo que establece san Pablo entre el pan y la copa, por una parte, y el Cuerpo y la Sangre de Cristo, por otra, disipan tambi�n toda duda sobre la verdad de la presencia real de Cristo en las especies eucar�sticas, presencia que va m�s all� de la misma celebraci�n lit�rgica, y que constituye el objeto de nuestra adoraci�n. Por eso, san Pablo recuerda a quienes no valoraban en toda su grandeza este cambio sustancial que �quien coma el pan o beba el c�liz del Se�or indignamente, ser� reo del Cuerpo y de la Sangre del Se�or. Exam�nese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del c�liz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo� (1Cor 11,27-29). La seriedad de esta advertencia del ap�stol s�lo puede entenderse si tenemos en cuenta que la Eucarist�a es el memorial de la muerte de Cristo. Profanar la Eucarist�a supone un desprecio de la muerte del Se�or, que entreg� su Cuerpo y Sangre como sacrificio por los pecados de los hombres. Examinarse a s� mismo antes de participar en la mesa del Se�or �como exige el ap�stol� conlleva aceptar el misterio eucar�stico como sacramento de la muerte de Cristo, comprenderlo en el marco de la tradici�n que se remonta al Se�or, y confesar de palabra y de obra la fe en la presencia de Cristo en la Eucarist�a que se concreta en la adoraci�n humilde y gozosa de su Cuerpo y de su Sangre. Por eso, hemos de lamentar con profundo dolor los abusos y profanaciones de este sacramento de los que hemos sido testigos recientemente en nuestra di�cesis y que apartan a sus autores de la comuni�n en la fe y en la vida eclesial, que es el �nico marco v�lido de celebraci�n de estos sagrados misterios. Utilizar la celebraci�n de la Eucarist�a en contra de la misma Tradici�n en la que ha tenido su origen es, adem�s de un acto carente de sentido y de valor teol�gico, un triste y grave atentado contra la comuni�n eclesial que nace de la obediencia a la fe y al mandato apost�lico que procede del Se�or. Quienes no tienen fe, injurian a la comunidad creyente simulando participar de sus misterios; y quienes creen, rompen la comuni�n que Cristo quiso para su Iglesia. Conviene recordar aqu� las palabras de Benedicto XVI En su exhortaci�n apost�lica Sacramentum Caritatis: �Es necesario que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a s� mismos como protagonistas de la acci�n lit�rgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es un servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como d�cil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con que el sacerdote dirige la acci�n lit�rgica, obedeciendo y correspondiendo con el coraz�n y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensaci�n de un protagonismo inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero profundizar siempre en la conciencia del propio ministerio eucar�stico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como dec�a san Agust�n, es amoris officium, es el oficio del buen pastor que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 14-15)� .


3. Tradici�n, Eucarist�a y Caridad

Al comentar san Juan la entrega que Cristo hizo de s� mismo en la �ltima cena, la califica de amor hasta el extremo, hasta la plenitud. La Eucarist�a es la expresi�n m�s plena y perfecta del amor de Cristo, porque en ella vemos al Buen Pastor dando la vida por sus amigos. De ah� que quienes participan en la Eucarist�a son invitados a imitar a su Se�or y Maestro en la caridad mutua, como ense�a la sobrecogedora escena del lavatorio de los pies. El Cuerpo entregado y la Sangre derramada de Cristo invitan a los cristianos a entregar su vida por los dem�s en sinton�a perfecta con el amor del Se�or. Por eso la Eucarist�a es sacramentum caritatis. La caridad en la Iglesia tiene su fuente en la entrega de Cristo a la muerte; por eso el memorial de su muerte es memorial de su amor. Ahora bien, es imposible vivir el amor cristiano si se rompe el v�nculo con la eucarist�a, que es al mismo tiempo v�nculo con la Tradici�n que viene del Se�or. De ah� que cuando se describen los elementos constitutivos de la Iglesia, san Lucas afirma en el libro de los Hechos que los cristianos �se manten�an constantes en la ense�anza de los ap�stoles, en la comuni�n, en la fracci�n del pan y en la oraci�n� (Hch 2,42). Comuni�n y fracci�n del pan viven abrazadas por la ense�anza apost�lica y por la oraci�n, por la fidelidad a la tradici�n y por la apertura al Esp�ritu Santo que ora en la Iglesia con gemidos inefables. Cuando se quiebra la adhesi�n a los ap�stoles instituidos por Cristo y cuando se abandona la oraci�n como actitud radical de apertura a Dios, se hace imposible la fracci�n del pan y la comuni�n que de ella se deriva, poni�ndose en peligro el ejercicio de la misma caridad. Sorprende as� que la caridad se convierta en alternativa a la dimensi�n orante de la Iglesia, o, lo que es m�s grave, se utilice contra la celebraci�n eucar�stica tal como la vive la Iglesia por mandato del Se�or. No puede haber mayor devaluaci�n de la caridad que aquella que pretende justificarse en abierta oposici�n a la adhesi�n debida a los ap�stoles y a la fuente misma del amor que es el misterio eucar�stico.

4. El humilde ejercicio de la caridad

Hoy damos gracias a Dios porque, desde sus or�genes, la Iglesia ha vivido entregada al amor que, a su vez, ha recibido de Cristo. �La Eucarist�a, dice Benedicto XVI, nos adentra en el acto oblativo de Jes�s. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la din�mica de su entrega� la uni�n con Cristo es al mismo tiempo uni�n con todos los dem�s a los que �l se entrega. No puedo tener a Cristo s�lo para m�; �nicamente puedo pertenecerle en uni�n con todos los que son suyos y lo ser�n. La comuni�n me hace salir de m� mismo para ir hacia �l y, por tanto, tambi�n hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos �un cuerpo� aunados en una �nica existencia. Ahora, el amor a Dios y al pr�jimo est�n realmente unidos. El Dios encarnado nos atrae a todos hacia s�. Se entiende, pues, que el �gape se haya convertido tambi�n en un nombre de la Eucarist�a: en ella el �gape de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y con nosotros� .

Son muchos los cristianos que viven en esta unidad de culto y existencia. Quienes participan dignamente en la Eucarist�a se convierten en testigos activos de la Caridad; y quienes practican la caridad con el esp�ritu del Se�or se sienten urgidos a participar plenamente en el sacrificio eucar�stico fuente de todo amor cristiano. Damos Gracias a Dios por tantos y buenos cristianos que, sin hacer ruido, con una entrega generos�sima y heroica, se consagran cada d�a al Se�or en la caridad con el pr�jimo. No hacen de sus gestos ning�n alarde, sirven a los pobres sin buscar el aplauso de este mundo, antes bien han entendido el anonadamiento de Cristo, patente en la Eucarist�a, como un modo de hacer de su existencia un �culto� agradable a Dios (cf. Rom 12,1-2). �Son tantos! �Innumerables! Tambi�n son testigos de esa caridad cristiana los que se empe�an en superar y vencer el terrorismo, que nos amenaza con nuevas violencias, con los nobles instrumentos del derecho y de la justicia, doli�ndose con sus v�ctimas, y orando por la conversi�n de los terroristas. En efecto, �en el �culto� mismo, en la comuni�n eucar�stica, est� incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. Una Eucarist�a que no comporte un ejercicio pr�ctico del amor es fragmentaria en s� misma. Viceversa, el �mandamiento� del amor es posible s�lo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser �mandado� porque antes es dado� .

Recibamos aqu� el amor oblativo de Cristo, que �l mismo nos ha dejado en este humilde sacramento, que s�lo puede ser comprendido, en la fe y en la adoraci�n. Pidamos al Se�or ser siempre fieles a lo que �l mismo ha instituido como memorial de su muerte redentora y exam�nese cada uno c�mo celebra y participa de este don para no hacerse reo del Cuerpo y de la Sangre del Se�or ni comer y beber su propio castigo. Para ello, que cada uno se examine acerca del amor a Cristo, ese amor que tiende a la unidad, a la comuni�n, y que �nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa hasta que al final Dios sea �todo para todos� (cf. 1Cor 15,28)� . As� rezaba ante la Eucarist�a Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, m�rtir de la caridad, cuando ped�a al Se�or hacerse una con �l, y que su pobre cuerpo de polvo recibiera la semilla de la gloria futura:

Dein Leib durchdringt
geheimnisvoll den meinen,
und Deine Seele eint sich
mit der meinen:
Ich bin nicht mehr,
was einst ich war.

Du kommst und gehst,
doch bleibt zur�ck die Saat,
die Du ges�t
zu k�nftiger Herrlichkeit,
verborgen in dem Leib
von Staub. �Tu Cuerpo lleno de misterio
impregna el m�o,
y tu alma se hace una
con la m�a:
yo ya no soy m�s
lo que fui en otro tiempo.

T� vienes y vas,
pero permanece la semilla
que t� has sembrado
para la gloria futura
escondida en el cuerpo
de polvo�.

Que Santa Mar�a de La Almudena nos ense�e esta sabidur�a para que un d�a nuestro pobre cuerpo de polvo, que se aliment� en esta mesa del Se�or, goce como ella de la resurrecci�n que nos anticipa la Eucarist�a como prenda de la gloria futura.

Am�n.


�Qu� gran regalo de Dios, para la Iglesia de Espa�a, es Su Eminencia!

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